Este es el artículo que he publicado en la revista SAVIA del mes de mayo sobre turismo. Se lo dediqué a Francia. Espero que os guste.
REPÚBLICA DE AGUA, PIEDRA Y MEMORIALES
Viajar es evocar. ¿Quién estuvo antes aquí? ¿Qué hizo? ¿Por qué? ¿Qué vio? ¿Qué soñó? ¿Qué nos legó?
Ya no existen lugares vírgenes que podamos hollar los primeros, de hecho no existieron nunca, decirlo fue una boutade producto de la arrogancia del hombre blanco y después un afortunado eslogan turístico.
Cuando visito algún lugar trato de evocarlo en otro tiempo, con otras gentes, compenetrarme en lo posible con aquellos que me precedieron y que fueron tan importantes como para decidirme a seguir sus huellas.
Para evocar preciso empaparme del presente, de lo tangible que tengo delante y combinarlo con mis ensoñaciones. Luego, disfrutar tanto del viaje como del destino, del ir como del llegar. Por eso detesto el avión, que me priva de la mitad del gozo. En coche y en buena compañía dedico mis vacaciones desde hace varios años a recorrer Francia, a patear sus caminos, a fundirme con su historia y a sumergirme entre sus gentes apacibles.
Francia es una república tricolor de agua, piedra y memoriales. Agua de ríos nervudos que le dieron esplendor y de costas infinitas; piedra de castillos y palacios, de acantilados y abadías; memoriales de victorias y derrotas, a veces de vergüenzas y arrepentimientos, de hombres ilustres, de tiranos y poetas.
Marsella es Alejandro Dumas, el castillo de If sometido al embate de las olas y un falso conde melancólico y vengativo; Burdeos y Toulouse, dos perlas enhebradas por el turbio Garona, hilo de Eurico para tejer sus efímeros sueños de renacer imperial; París añora a Víctor Hugo, a Cuasimodo y los verdes ojos de Esmeralda reflejados en el Sena como polvo licuado de estrellas; Saint Malo es Chateaubriand recostado inerte en su túmulo frío del Grand Bé aguardando el retorno de los piratas que renombraron las Malvinas; Lyon se proyecta sobre un Ródano pesado y oscuro con la linterna mágica de los Lumiere; Nantes es la joya negrera prendida en la solapa de Julio Verne, que bebe muscadet con Nemo y Phileas Fogg, viajeros impenitentes varados para siempre en la Isla de las Máquinas Autómatas.
Agua y piedra son también las espumas y la brea de la Costa Azul, la adusta Normandía del día D o la Bretaña rebelde, ese otro Finisterre vigilado por los colosales escuadrones pétreos de Carnac, que rivalizan con el tiempo. Es fácil evocar a Prosper Mérimée caminando entre los megalitos que protegió de la incuria mientras tararea las notas que Bizet compuso para su apasionada Carmen.
Me digo que el triunfo de Francia se apoyó siempre en el agua de sus ríos señoriales cuajados de castillos, en sus costas neblinosas resonantes de guijarros acechadas por fantasmales naves libúrnicas. Quizá por eso Verne, en su novela maldita, la más romántica, la más atrevida, París en el siglo XX, imaginó la capital como el puerto más grande de Europa abierto al mar por una grandiosa obra de ingeniería que convertía al Sena en una especie de canal de Panamá.
La naturaleza de Francia es líquida, verde, fértil, elástica y fibrosa, de fisiología dúctil pero resistente. De tanto en tanto, la Historia la obliga a diluirse y entonces se vaporiza tras un burbujeo efervescente para licuarse poco después, transformada en otra, pero siempre la misma. Pétrea y acuática, en un eterno vaivén entre climaterio y renacimiento.
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