Logré zafarme de la vigilancia de los guardianes y escapar por las cocinas aprovechando la salida de la furgoneta de suministros. Punzón carcelario en mano, emprendí el camino de regreso a la ciudad.
Con un poco de suerte no descubrirían mi fuga hasta el recuento de la mañana siguiente. En tal caso tendría tiempo de sobra.
Me dirigí directo a la que había sido mi casa. El deseo de venganza me hacía avanzar más deprisa ignorando el cansancio y la brega campo a través.
El año y medio en la trena no me habían hecho olvidar las últimas palabras que ella me dirigió cuando la policía me llevaba esposado: «Qué cara de tonto se te ha quedado, pringao». Esa frase me quemaba más en el alma que la trampa que me tendieron con ese medio kilo de coca que me metieron en el coche.
Se había librado de mí limpiamente y ahora estaría refocilándose en mi cama, en mi casa con su amante cómplice.
No había amanecido aún cuando llegué ante la puerta. Si hay algo que se aprende en el trullo es a manejar la ganzúa, aunque yo no era un novato cuando ingresé. Por el camino me hice con varios alambres que me iban a venir muy bien para forzar limpiamente la cerradura.
Una vez dentro de la casa, que conocía muy bien, me moví con sigilo hasta llegar al dormitorio. Allí estaban los dos, acostados y respirando regularmente como sendos bebes ignorantes de lo que se les avecinaba.
Esperé un par de minutos a que mis ojos se acostumbraran a la oscuridad. Luego distinguí el cuerpo más abultado a este lado de la cama. Era él, un tipo grande y musculoso, mucho más fuerte que yo. Ella dormía vuelta de cara a la ventana.
Debía actuar rápido. Primero dos o tres puñaladas certeras para matarlo a él y después, con calma, me ensañaría con ella. Cuchilladas en puntos no vitales para que sufriera y fuera consciente de quién le quitaba la vida.
Salté como un gato y acuchillé el cuello de él dos, tres, cuatro veces. Hizo un intento por resistirse pero no pudo. El punzón le había seccionado la yugular y murió casi al instante.
Me lancé sobre ella y la apuñalé del pecho hacia abajo una docena de veces, con los ojos cerrados, con rabia homicida. Se incorporó ligeramente boqueando en la oscuridad pero incapaz de lanzar un gemido. Cuando me harté de reventarle las tripas la apuñalé en el corazón medio centenar de veces más hasta que caí rendido sobre ella, empapándome de su sangre traidora.
Cuando recobré el resuello me levanté despacio y di la luz de la lamparita. Quería ver la cara que se le había quedado al sentir que la muerte se la llevaba.
La luz inundó la estancia y pude comprobarlo. ¡Joder, no eran ellos!
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