Me incorporé mareado e iracundo. El camión de la basura bramaba como un avión en cabecera de pista. ¿No decía el Ayuntamiento que habían comprado vehículos silenciosos?
No podía soportar más el ruido que me impedía dormir a todas horas, ya fuera por la noche o por el día. Cuando me acostaba de madrugada eran las chicharras para ciegos de los semáforos del cruce de abajo las que me hacían perder los nervios. En esa semana había llamado al Ayuntamiento no menos de diez veces para quejarme: “Oiga, que el problemas de los ciegos no es la sordera sino la falta de visión”. Pero no había forma. Y con aquel calor tórrido de agosto, cerrar las ventanas no era la solución.
El caso es que llevaba casi dos semanas sin pegar ojo. O al menos esa sensación tenía. Cuando no eran las chicharras de los semáforos o los camiones de la basura y de recogida de vidrios, eran la radial o la perforadora de las obras en la calle. O los niñatos en moto con escape libre, los borrachos que regresaban cantando a casa o los bakalas con la radio del coche a todo volumen.
No había forma: ni de madrugada, ni por la mañana ni por la tarde. Así estaba, que iba medio dormido a trabajar en el turno de noche. Con unas ojeras cada día más negras y abultadas.
Pasó el camión y me volví a tumbar, sudoroso, en el catre recalentado una y otra vez por mi propio cuerpo.
Me despertó sobresaltado por un zumbido in crescendo. Sí, me desperté porque me había quedado transpuesto, que era a lo más que llegaba en esos días. A trasponerme. El ruido monocorde venía acompañado de voces y risas. Me asomé a la ventana y observé cómo se acercaba un camión cisterna que baldeaba la calle. Avanzaba lentísimo y uno de los operarios iba a pie manejando una manguera de agua a presión con la que limpiaba la calle mientras charlaba a gritos con el conductor.
Asomé la cabeza y les recriminé a gritos el enorme ruido que hacían, pero ellos apenas me dedicaron una mirada curiosa. Estaban acostumbrados a las quejas de los vecinos.
De pronto se oyó una detonación y el tipo de la manguera se derrumbó muerto sobre el asfalto mientras la goma culebreaba suelta arrojando agua sin control. El conductor se bajó corriendo para atender a su compañero. No entendía lo que había sucedido. Ni yo tampoco. Me miró como si yo fuera el culpable, pero me encogí de hombros para darle a entender que yo no había sido, aunque supongo que no percibiría mi gesto, estaba demasiado alto, un quinto piso.
Escuché otro disparo y el conductor cayó muerto sobre su compañero. Después dos o tres tiros más reventaron el motor del camión, que quedó en silencio después de soltar varios resoplidos de vapor.
Al fin lo vi. En una ventana de enfrente, en el tercero, un tipo me levantó el pulgar mientras sostenía un rifle de precisión.
La calle había quedado en completo silencio por lo que aproveché para acostarme de nuevo. Al rato escuché el ulular de sirenas que se acercaban. Pero yo ya no tenía sueño. Fui a por la escopeta del abuelo que guardaba en lo alto del armario y me aposté en la ventana.
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