Tal vez fueron los remordimientos o quizá se trató de una iniciativa sincera. José Bonaparte, después de derribar la iglesia de San Juan Bautista en cuya cripta reposaban los restos de Velázquez, quiso homenajear a Miguel de Cervantes. A tal fin tomó dos iniciativas en 1810. Una fue ordenar la convocatoria de un concurso para erigir una estatua del escritor en Alcalá de Henares, su ciudad natal. El decreto real, firmado el 12 de junio de 1810, determinaba que la imagen se instalaría en la plaza grande del mercado delante de la parroquia de Santa María, donde fue bautizado, y que el monumento sería costeado por todas las ciudades de España, salvo la de Alcalá, que debe ser exenta.
Paralelamente creó una comisión especial para buscar los restos del pintor en el convento de las Trinitarias Descalzas de Madrid, donde fue enterrado en un nicho y después, con una total falta de sensibilidad, sus huesos fueron enviados al osario del templo. Bonaparte quería recuperar los resto del insigne autor de El Quijote y para ello no dudó en llamar, para que formara parte de esa comisión de estudio, al famosísimo actor de teatro Isidoro Máiquez, quien, tras su participación en el levantamiento del 2 de mayo, había sido deportado a Francia.
Ninguna de las dos iniciativas tuvo éxito debido a lo efimero del reinado del hermano del emperador francés. Sin embargo, el rey puso las bases para que con el paso del tiempo -setenta años después- se erigiera esa estatua.
Los restos de Cervantes, como los de Lope de Vega, los de Velázquez o los de Zurbarán, siguen perdidos. ¿No ha llegado el momento de intentar recuperarlos?
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